martes, 29 de septiembre de 2009

“Los Tudor” se quedaron sin el magnífico James Frain


La ejecución de Thomas Cromwell a manos de un verdugo con resaca que lo fue cortando en pedacitos, haciéndolo sufrir más de la cuenta, deja a la serie Los Tudor, que se transmitía los domingos a las 21:00 horas, por People and Arts, sin un actor exquisito que, probablemente, haya regalado en el rol del primer ministro de la corte de Enrique VIII la mejor performance de toda su carrera.

Se trata de James Frain, nacido el 14 de marzo de 1968 en la ciudad inglesa de Leeds y producto de la prestigiosa Royal Shakespeare Company, quien se diera a conocer internacionalmente en 1993 en la que la crítica dio en llamar la mejor película de Richard Attenborough, Shadowlands.

“Yo estaba en mi tercer año de la escuela de Arte Dramático y Attenborough estaba buscando un rostro desconocido. Hice una audición y cuando me llamaron para decirme que finalmente me habían dado el papel, no lo podía creer. Está claro que nunca terminé la escuela de teatro”, contó.

Frain, el mayor de ocho hijos, pasó su infancia y juventud en Hertfordshire y es famoso a ambos lados del Atlántico por su ductilidad interpretativa y, sobre todo, por la gran facilidad que tiene para los acentos. Prueba de ello es la candidatura que obtuvo en la categoría de Mejor Actor en el Festival de Venecia en 1995, por su atribulado rol de un terrorista irlandés en el polémico filme de Thaddeus O’Sullivan, Nada personal.

Otro justo reconocimiento es el premio al Mejor Actor de Reparto en Toronto por su desempeño en la genial Sunshine, de István Szabó, en 1999.

En 2005 participó junto a la monumental Jessica Alba en Into the blue (Azul extremo), de John Stockwell, filme en el que Frain, como buen británico, trató de mantenerse muy lejos del agua. “A los ingleses nos gusta permanecer adentro de los barcos y no somos muy aficionados a que el sol penetre en nuestra piel. Más bien adoramos el tocino frito y el humo”, declaró en la premiere.

Delgado, menudo, con un rostro contundente, de facciones duras y tiernas en partes iguales, el actor fue uno de los grandes ejes que explican el porqué del éxito de Los Tudor, creación de Michael Hirst que vio la luz en 2007 y para la que ya hay comprometida una cuarta temporada.

Es obvio que el gran motor de esta muy libre interpretación de la historia de la realeza británica es el portentoso irlandés Jonathan Rhys Meyers. Con su Enrique VIII sexual, déspota y asesino (todo lo resolvía cortándole la cabeza a quienes osaran enfrentarlo), el actor nacido en 1977 en Dublín conquistó al público televisivo, consiguiendo que el DVD con las dos primeras temporadas se convirtiera en uno de los más vendidos en el mundo.

Pero si en los primeros capítulos de la serie fue el santo Tomás Moro (interpretado soberbiamente por el inglés Jeremy Northam), el que hiciera de excelente contrapunto a Rhys Meyers, fue el mencionado Frain —junto al conde de Suffolk en la piel del extraordinario Henry Cavill— el que se robó la atención en la tercera temporada.

Thomas Cromwell no fue de ascendencia noble, pero con sus estudios de Leyes consiguió trabajar con el cardenal Wolsey y se convirtió en miembro del parlamento inglés. Nueve años, después tras ganarse la confianza del rey Enrique VII, fue nombrado primer ministro. Bajo su liderazgo, se llevó a cabo la reforma de la Iglesia anglicana. Aconsejó al rey Enrique reemplazar a Ana Bolena por Jane Seymour, la hermana de su nuera. Su suerte fue sellada cuando sugirió al monarca casarse con Ana de Cleves, a quien Enrique VIII detestaba. Como tantos hombres de la historia (y más de unos cuantos hombres y mujeres de esta corte real), el pico de su ascenso sólo fue superada por la profundidad y velocidad de su caída. En el curso de tres cortos meses en el año 1540, lo nombran primer conde de Essex, es víctima de una conspiración política y es enviado a la decapitación. Su cabeza hervida y erecta sobre una estaca, fue expuesta durante varios días en un puente londinense.

Todos los matices de un hombre que paulatinamente se va haciendo de un poder sin límites y que no duda en imponer su reforma religiosa, aun cuando esto le cueste la vida a miles de personas, son ofrecidos por Frain con una majestuosidad fascinante, propia de un actor con sus tablas, crecido a la luz de los escenarios teatrales.

Con modales austeros y gestos solemnes, el Thomas Cromwell de James recorre la serie sin perder nunca la calma y haciendo del silencio espeso su arma letal. La relación con el rey es reflejo de un vínculo enfermizo, como la que podrían tener dos leones puestos a dirimir fuerzas en un circo romano.

Dice Frain que la buena experiencia que representó haber estado en la serie consistió —sobre todo— “en lo bien que nos llevábamos entre nosotros todos los miembros del elenco”. Tal es así que a pesar de que ya ha sido ejecutado y que no estará más en Los Tudor, el actor sigue viendo a sus compañeros. “No puedo dejarlo del todo y hasta pensé que a último momento no me iban a cortar la cabeza, que me iban a hacer levantar para que pudiera seguir en la cuarta temporada”, bromeó.

Actor shakesperiano por antonomasia, Frain sueña con hacer de Hamlet alguna vez y ha se ha animado con el exigente Rey Lear durante una temporada en The Almeida theatre, en el King’s Cross de la ciudad de Londres. Se ha propuesto también hacer una obra al año “para no perder la mano” en su oficio, puesto que “jamás fue mi sueño convertirme en un actor de cine”.

En la cuarta temporada de Los Tudor, Enrique VIII engordará y se hará viejo. El joven y guapo Henry Cavill (Inglaterra, 1983) ya no tendrá la sombra de Cromwell sobre sus hombros y dará rienda suelta a su contradictorio conde de Suffolk. Los aficionados extrañarán, sin embargo, la presencia de James Frain, quien ya ha empezado a promover su participación en la esperada Tron Legacy, a estrenarse en diciembre de 2010.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Llega a México la “Tarántula” de Dylan


“Sigilosamente, Dylan sigue aproximándose a la melopea musical que le ronda por el cerebro. Viaja a Nashville donde, con la ayuda de sus famosos músicos de estudios de la ciudad y varios amigos, graba abundante material. El circo dylaniano sólo se detiene por fuerza mayor: el sábado 30 de julio, Dylan sufre un accidente cuando circulaba con su moto (marca triumph 500) por las tranquilas carrereteras cercanas a Woodstock. A partir de entonces, el silencio”. La solapa de Tarántula, de Bob Dylan, escrita por el periodista español Diego Manrique ilustra un año definitivo en la vida de Robert Allen Zimmerman (EU, 1941).

Corre 1966 y el cantautor estadounidense, poeta al uso y figura insustituible de la cultura pop, ya es una celebridad.

Ese es el año en el que se da a conocer Blonde on Blonde, el séptimo disco de estudio del artista, a la sazón considerado uno de los mejores en la historia del rock anglosajón y uno de los mejores trabajos del autor de “Like a Rolling Stone”.

Son épocas duras, existencialmente atribuladas, en las que Dylan comienza a abandonar el corsé de la canción de protesta y se anima, aun a riesgo de ser llamado “Judas” por un sector de sus seguidores, a probar con un sonido eléctrico que definiría toda su obra posterior. Son tiempos, obviamente, de atizar en el fondo de la lengua para propiciar un discurso literario y cancionístico que refleje la esencia de su arte.

Bob Dylan era, entonces, en 1966, un esclavo de su afán experimentador y un obrero incansable en la tarea de construir su obra poética y musical.

Un accidente de motocicleta

En esa búsqueda artística y en el camino denso, oscuro y luminoso a la vez por donde uno de los grandes artistas del siglo XX iba labrando su personalidad compleja y enigmática, se cruzó la motocicleta ya mencionada para dar vuelta en forma definitiva la vida y el pensamiento de un creador fundamental.

Antes del accidente, Bob Dylan se había comprometido con la editorial Mac Millan a publicar su primer libro de “ficción literaria” o lo que luego se dio en llamar su “primera novela”.

“Hablamos de su libro, de sus expectativas y de cómo quería titularlo. Sólo sabíamos que era una obra en preparación, un primer libro de un joven cantautor, un tímido muchacho al que la fama lo había sorprendido, que escribía poesía y estaba teniendo un extraño efecto en muchos de nosotros”, recuerda el editor de Tarántula, libro que en una cuidada edición, con una acertada traducción de Alberto Manzano, acaba de traer la editorial Globalrhytm a las librerías mexicanas. Se trata entonces de un libro que fue firmado en 1966 y que, sin embargo, no vio la luz hasta 1971.

El mito literario

Una escritura automática muy propia del surrealismo en boga en los 60, con una sucesión casi inabarcable de imágenes sensoriales y crudas, ininteligibles en el primer plano de la razón, aunque plenas de una sustancia muy propia de un hombre que puede hacer con las palabras lo que se le antoje, dan rienda suelta a un Dylan que no esculpe las oraciones, ni las trabaja: sólo las vomita a 10 mil kilómetros por hora y ahí, lector, tú verás cómo le haces para entenderlo.

Aunque quién sabe si entender, comprender, sean valores a los que el Dylan de entonces e incluso el de nuestros tiempos (ese que cantó con su voz áspera e inconfundible ante el Papa Juan Pablo II), intente suscribirse con convicción.

Su arte en solitario y rebelde puede -y provocadoramente, también quiere- prescindir de las rutas plácidas y matemáticamente solubles.

Recorrer los intrincados pasadizos de un discurso enraizado en una idea dylaniana por naturaleza: “Yo acepté el caos, pero no estoy seguro de que él me acepte a mí”, es tocar la carne interna de un corpus lingüístico que exalta el individualismo a ultranza, celebra la locuacidad anfetamínica y reveladora de la primera juventud y no esconde el disgusto con el stablihsment ni con los valores predominantes de la sociedad de la época y de todas las épocas: “Me da igual lo que diga Bob Hop. No va a ir contigo a ninguna parte. Además, quizá John Wayne le haya dado una patada al cáncer. Pero mira qué pie tiene. Olvídate de esos tipos de Hollywood que te dicen lo que tienes qué hacer. Los indios los van a matar a todos. Nos vemos en tus sueños” o “¿Por qué tienes tanto miedo de tener vergüenza? ¿Por qué te da tanta vergüenza tener miedo?”, son sólo dos perlitas de las muchas que hay en la célebre Tarántula.

No es este libro, ahora a disposición de los mexicanos, el que dirimirá la cuestión de si hay que darle o no a Dylan el Premio Nobel de Literatura. Lo mejor del creador estadounidense está en sus letras. Sin embargo, esta novelita que no llega a ser novela, es como auscultar el cerebro de un hombre en plena efervescencia. No cualquier hombre, no cualquier cerebro.


jueves, 24 de septiembre de 2009

LOS 50 AÑOS DE GUSTAVO CERATI


Los 50 años son cosa seria. Y si no, que se lo pregunten a Michael Jackson, fenecido a pocos meses de cumplidas las cinco décadas y sin haber caído en la cuenta del paso del tiempo, frente al cual siempre se veía joven o más bien niño.
Los 50 fueron una cosa muy importante en la vida de David Bowie, por ejemplo. Los cumplió en el escenario, rodeado de monstruos más o menos ilustres (Lou Reed, Robert Smith, los Sonic Youth, los Foo Fighters) y con 30.000 invitados anónimos que abarrotaron en 1997 las gradas del Madison Square Garden.
Precisamente, fue David Bowie uno de los artistas más influyentes en la vida del músico argentino Gustavo Cerati, quien este 11 de agosto arriba a la cincuentena con nuevo disco y bríos renovados en una carrera en solitario que le viene dejando tantas o más satisfacciones que su rutilante transitar como líder de la banda Soda Stéreo.
Músico precoz, hoy todo un artista completo que lo mismo deslumbra con una técnica guitarrística notable o encandila con una voz cargada de sensibilidad, apenas tenía nueve años cuando en su natal Buenos Aires comenzó a entendérsela con el instrumento que más tarde escucharía vibrar en manos célebres como las de Jimmy Page, el genio de Led Zeppelin o Ritchie Blackmore, el líder de Deep Purple, a la sazón sus ídolos de juventud.
Desde esa primera infancia musical hasta esta realidad de músico consumado, acaso uno de los cantautores más respetados en Latinoamérica, Cerati ha pasado por diferentes realidades artísticas y casi todas ellas exitosas, gracias a méritos que tienen que ver más con la constancia y el trabajo a destajo que con el azar.
Aunque no siempre la fortuna le ha sonreído, sobre todo entre la crítica musical de su propio país y entre mucha afición que durante un tiempo considerable se dividía entre quienes lo amaban incondicionalmente y entre aquellos que le quitaban todo mérito llamándolo “el cheto (fresa) que hace música electrónica”.
El principio histórico de la rica historia profesional de este cantautor célebre y sutil tiene, como es vox populi, a los ochenta como escenario de desarrollo y a toda una estética de música ligera y raros peinados nuevos –como lo inmortalizara el gran Charly García la canción homónima- que dieron origen a Soda Stéreo que era, al decir del crítico argentino Carlos Polimeni, “un trío a lo Police que luego se entusiasmó con The Cure”.
La génesis de Soda se dio en 1979, apenas un año después del Mundial de Fútbol que ganara la Argentina en su propio suelo, generando una manifestación de júbilo popular que abonó el terreno para la caída sin retorno de la cruenta dictadura militar inaugurada en 1976 y que terminaría por ceder ante las presiones democráticas en 1983.
Chicos de clase media al fin y al cabo, fue en la cara y privada Universidad de El Salvador, donde se encontraron los dos estudiantes de Publicidad Gustavo Cerati y Héctor "Zeta" Bosio; en 1982 los dos melómanos y fanáticos de Elvis Costello, comenzaron a proyectar la formación de una banda en la que tocarían temas propios. En ese momento conocieron a Charly Alberti, el futuro baterista de Soda y se arma la movida que cambiaría para siempre la historia del rock en español. Pocos saben que entre las muchas formaciones que probó por entonces el hoy afamado trío, hubo una que incluyó durante un corto periodo la participación del hoy consagrado Andrés Calamaro.
El éxito de Soda Stéreo fue sin dudas el triunfo de una manifestación artística juvenil que intentaba de todas las maneras posibles quitarse la herencia de la solemnidad trágica que dio temas y motivos al repertorio musical de los 70 (con compositores fundamentales como el citado García o el genial Luis Alberto Spinetta), fruto de una circunstancia social marcada por la represión y la muerte de casi toda una generación en Argentina a manos de la cruenta dictadura.
Como bien lo dice Polimeni en su libro Bailando sobre los escombros: “Ese rock argentino, que se desprendía lentamente del pasado, se sentía en primavera y se pensaba desde la imagen, si es posible televisiva, pero que tenía un pasado poderoso, fue el que desembarcó en México”.
“Soda Stereo transmitía una serie de imágenes de poder muy claras: chicos rubios, cultos y refinados, cantando en español sin inflexiones anglosajonas, apostando al futuro, ecualizados con las vanguardias británicas. En secreto, miles de músicos los envidiaron durante muchos años. Algunos transformaron esa envidia en imitación, otros la usaron como estímulo. Una porción la transformó en odio. A todos, puede afirmarse, su existencia les sirvió”.
De la historia de la banda, esos trece años cargados de éxitos, presentaciones en toda Latinoamérica, un consenso en México donde Soda Stéreo es considerado prácticamente un grupo local, dieron cuenta miles y miles de notas en periódicos y revistas. De la separación “porque ya no nos soportamos y preferimos hacerlo ahora antes de que nos empecemos a cagar a trompadas” (Cerati dixit) en 1997, aunada a su reunión millonaria y multitudinaria una década después, se habló hasta el hartazgo en los medios de comunicación del continente.
Sin embargo, poco se ha analizado la carrera en solitario de Gustavo Cerati, un músico exquisito que, tras la disolución de su banda-madre, ha demostrado con múltiples ejemplos, un crecimiento artístico impensable en el marco de su famosísimo trío.
Eso es lo que hoy se sabe: No solo Cerati fue el motor y el combustible de Soda Stéreo (sin quitar presencia meritoria ni capacidades de instrumentistas a Alberti y Bosio, es poco lo que han hecho musicalmente hablando desde la disolución de Soda), sino que desde que abandonara el timón del exitoso trío, Gustavo es más músico, más artista y está más –si cabe- comprometido con una pasión estético-musical que constituye, sin dudas, una moral consistente a la que no ha renunciado con el correr de los años.
Cuando el artista está a punto de arribar a sus primeros cincuenta, las voces se han acallado y no existe quien, entre las opiniones del público aficionado o del poco enterado, cuestione su calidad y su importancia.
En su país, donde la pasión del rock se vive entre los jóvenes y no tan jóvenes casi con la misma intensidad que el fútbol –las mismas virtudes y los idénticos vicios del fanatismo a ultranza-, Gustavo está sentado a la diestra de los padres del rock, ocupando un merecido lugar al lado de Luis Alberto Spinetta, Charly García, Litto Nebbia, Andrés Calamaro y Fito Páez.
Son su sólida presencia y su incansable labor al frente de un repertorio y de un sonido absolutamente identificable como propio lo que lo han erigido en ese pedestal. Por supuesto, a nadie le interesa –por ser tarea imposible, además- desdeñar su pasado “stéreo”, pero ya no caben dudas de que cuando Soda se separó, se integró finalmente la voz de un artista que pudo hacerse más grande que su pasado. Hoy, Cerati es más que Soda, se lo haya propuesto él o no.
¿Cómo lo hizo?
Atento hasta la exasperación, con una amabilidad de otros tiempos que le otorgan un aire aristocrático, Gustavo Cerati conmueve por su sencillez y encanta por su buen decir. Aunque él haya cantado aquello de “Yo quiero ser del jet set”, lo cierto es que como bien declaró a la RS de Argentina: “Nunca me gustó el champán”.
Cuenta una chica que supo ser jefa de publicidad en la Rolling Stone de Colombia que durante una convivencia con el músico, los directores de la revista no disimularon la incomodidad que les produjo la inesperada presencia de admiradores no invitados que se dieron cita en el encuentro. A todos y cada uno atendió Gustavo sin perder la calma y, lo que más sorprendió a los presentes, no fueron las cosas que el músico dijo, sino la capacidad de escuchar con una atención concentrada lo que le decían a él. “Escuchaba a todos como si le dijéramos cosas que él realmente quisiera saber, cosas importantes”, decía la muchacha.
El primer show que Gustavo Cerati vio en su vida fue en los 70. Tocaba Carlos Santana en el club San Lorenzo de Almagro en la época en que, según Gus, el guitarrista mexicano “estaba en su mejor momento. Fue inolvidable”. Y de todos los shows posibles, tiene para sí un sueño misterioso: “Soñé que me moría tocando en Japón…”, le confesó a la revista Rolling Stone Argentina.
Él, que no sale al escenario si antes no se toma un tequila y no se da un abrazo con cada uno de los músicos que lo acompañarán en el concierto y que ha dado ya más de 1300 shows por el mundo, es un artista para el que los anfiteatros resultan los sitios predilectos de actuación y que se reconoce hijo viviente de David Bowie, pero también discípulo directo de Frank Sinatra.
Como fuere, el artista cuyo premio mayor es la cara de felicidad de la gente cuando termina de dar un buen concierto, ha venido completando más de una década como solista en la que logró sortear la mirada adusta con que los críticos y, sobre todo, los aficionados a Soda Stéreo se dedicaron a observarlo con mucha prisa y sin nada de pausa. “Hay gente a la que le caigo bien y hay gente a la que le caigo para el orto y no hay nada que pueda hacer al respecto”, declaró al periodista Hernán Ferreirós en una célebre entrevista otorgada al periódico Página 12.
TOCANDO SOLO
El primer disco fue Amor amarillo en 1993 cuando las relaciones entre los integrantes de Soda Stéreo eran notoriamente ríspidas. No fue de ninguna manera el inicio de su carrera como solista, pero la versión memorable de la canción de Spinetta “Bajan” representó toda una declaración de principios para una estética profunda y poética a la que se volcaría de lleno cuando se disolviera el trío.
En 1999 llegó Bocanada, una mezcla de pop, rock y música electrónica que es considerada hoy la mejor entrega del Cerati solista. Fue disco de oro y, al finalizar el año, Gustavo obtuvo el reconocimiento de la mayoría de los medios especializados de Argentina, que manifestaron su opinión en los resultados de las encuestas que repasaron la producción musical de ese año, consagrándolo en distintos rubros tales como "Mejor Disco" y "Mejor Solista" del año; así como también premiaron su trayectoria eligiéndolo "Artista de la Década" junto a Charly García.
Siempre es hoy, en 2002, muestra influencias que se mezclaron con el pop, el hip hop y el rock en un disco con edición simultánea en Argentina, Estados Unidos, México y Chile.
En 2006, su cuarto disco en solitario, Ahí vamos, fue disco de platino con 40 mil unidades vendidas antes de salir a la calle, los samplers dejaron su lugar a las guitarras, las derivas sonoras a las canciones directas y la experimentación a la contundencia pop.
De todas las cosas que se dicen de su música y de su persona, no hay nada que moleste más a Cerati que aquello de que es “un fresa”. Sin embargo, nada le importa menos que las críticas o las reseñas de sus distintos materiales, tal como lo expresó en una entrevista a Página 12: “El primer fan al que trato de complacer es a mí mismo. Y yo imagino que la gente va a vibrar de la misma manera que yo. Siempre fue así. Me doy cuenta de que si la guitarra está más potente a cierto tipo de público parece gustarle más. Pero también está el otro que dice: “A mí me gustaba más el Cerati electrónico”. Si mi naturaleza no me permite hacer algo o estoy forzado a hacerlo lo voy a pasar mal. A mí me cuesta mucho lo que hago. No me sale fácilmente. A veces las canciones salen una tras otras y a veces hay momentos de blanco total. No vivo todo el tiempo creando, hay momentos en los que siento que me chupa un huevo todo y que quiero vivir otras experiencias”, declaró.
Jamás obligado a hablar de cosas importantes o trascendentes, sin por ello compelido a una banalidad sin sentido, Cerati cultiva un ars poetica muy alejada de lo cotidiano. “Las bandas que me parecen insoportables son las que no hacen más que hablar literalmente de lo que les pasa alrededor como si fueran un noticiero. ¿Qué tipo de imaginación hay ahí, qué tipo de creatividad? Nada”, ha expresado en una ocasión.
Aunque su vida transcurre entre giras por todo el mundo, Gustavo Cerati odia los aviones y se considera un auténtico sobreviviente de los excesos químicos y alcohólicos que mataron a muchos de sus colegas y congéneres: “A lo largo de los años he jugado con el abuso y con la constricción en varias oportunidades. Sucede que algunos hemos tenido mejores niveles de alarma.”, dijo en una entrevista. Dejó de fumar sus dos paquetes de cigarrillos diarios a causa de una tromboflebitis y permanecer un par de días en terapia y ya no toma cocaína, un combustible habitual en su etapa de Soda Stéreo. Consume ahora comida naturista y dos por tres tiene ganas de abandonarlo todo para dedicarse a pintar óleos.

ELVIS COSTELLO EN LA ONDA EXPANSIVA


Muchas cosas le pasaron a Elvis Costello desde que en el año 2003 se casó con la cantante y pianista de jazz Diana Krall. El legendario cantautor inglés devino desde entonces en una suerte de mago extrovertido, como si el contento de su corazón hubiera conseguido sacar, desde lo más profundo de su alma, a un artista capaz de entenderse con todos los públicos, con todos los colegas, con todas las señales que codifican a un músico en charla franca con el universo circundante.

Ese hombre es ahora un gran conversador alejado de la melancolía punk o de la verborragia alcoholizada que a principios de los 80, en un bar de Ohio, le hizo apartarse del cauce sensible de su personalidad y mostrar la ferocidad racista de un exabrupto absolutamente olvidable. Cuenta la anécdota que Costello estaba junto a Stephen Stills -de Crosby, Stills & Nash- y con la rubia Bonnie Bramlet, integrante de Delaney & Bonnie. Los tres hablaban, muy ebrios, de música, cuando Elvis se refirió a Ray Charles como “un negro ciego e ignorante”. A cambio de su calificación racista recibió una trompada por parte de Stills y la absoluta indiferencia del propio Ray Charles, quien enterado de aquello se limitó a reír y a decir: “Sólo fueron cosas de borrachos”.

Nació como Declan Patrick Aloysius MacManus el 25 de agosto en Paddington, una localidad al noroeste de Londres, donde vivió como hijo único de un padre trompetista y una madre que regenteaba una tienda de discos.

Las canciones de cuna de quien se convertiría en Elvis Costello (sustrayendo el nombre de pila al dios del rock Presley y usando el apellido de su abuela materna) fueron el jazz y la música clásica, géneros que sin dudas constituyeron la erudición musical de la que hace gala en su programa de entrevistas por HBO: Spectacle.

Una primera serie de 13 episodios en un formato donde con su habitual sombrero hongo, sus anteojos de pasta y el infaltable traje negro, el simpático esposo de Diana se dedica a conversar con sus pares más famosos, funge como un espacio de privilegio para los espectadores melómanos.

Distendidos y a la vez admirados por poder ser entrevistados por alguien a quien consideran un genio, figuras como Sting o Elton John han sacado de sí sentimientos desconocidos frente a una platea generalmente arrobada entre la que suele encontarse a menudo la guapa señora de Costello.

La entrevista al grupo de The Police, por ejemplo, es una verdadera joya televisiva que tras ser mirada varias veces deja como resultado el despliegue de un trío que hace rato ha renunciado a resolver sus diferencias.

Inolvidable resulta la cara de Sting en franca desaprobación por las declaraciones de su compañero Stuart Copeland, quien a su vez se refería en todo momento a The Police como “mi banda”, así como enternecedora la imagen del guitarrista Andy Summers en incómoda postura de mediador entre ambos egos incontenibles.

La emoción del contrabajista Charlie Haden al tocar con su amigo del alma Pat Metheny en un homenaje al ex presidente Bill Clinton, quien fue a ver a Elvis para hablar de música y de su saxofón.

La consistencia musical de Elton John, quien rememorando sus influencias artísticas corría al piano para ejemplificarlas de forma inconfundible.

La voz cascada del propio Costello, aquel que se nutriera de la new wave y el primer punk británico (el más auténtico, el más desgarrador) para componer canciones imprescindibles, ya sea cantando un tema de Charlie Mingus o uno propio.

Todo eso y más es fruto de una madeja desenredada por un Elvis Costello más joven y vigente que nunca, hermano de Tom Waits, hijo putativo de Burt Bacharach, heredero auténtico de los Beach Boys, de los Beatles, en cuyo territorio sagrado: Liverpool, Elvis vivió durante unos cuantos años.

Hombre y músico de estos tiempos, Costello ha decidido regalar por Internet su último disco, antes de que se ponga a la venta en todo el mundo el próximo 2 de junio.

Se trata del acústico Secret, Profane & Sugarcane, que incluye dos temas escritos por el mítico Johnny Cash y otro que popularizó Bing Crosby, “Changing Partners”. Para compensar tanta generosidad, Elvis pide sólo una cosa a cambio: “Espero que cuando la banda toque estés ahí". Así será.

GUSTAVO CERATI: MENTIRAS VERDADERAS


Mentir “es fundamental”, dice Gustavo Cerati metido en una chamarra de piel color café, fumando un cigarrillo rubio y escondido detrás de unas gafas de sol, aunque en la terraza del hotel W paseen las nubes, suenen los cláxones y rujan los aviones.

Tiene la voz de un joven, la melena raleada ya no alcanza para esos “raros peinados nuevos” (Charly García dixit) con que inauguró una estética rockeramente glamorosa en los 80 y sus manos tiemblan. Hay arrugas y, aunque él no parece el rockstar rubio, soberbio y distante del que habló mucho la prensa a lo largo de 30 años de carrera, este Cerati 2009 es fríamente amable, espasmódicamente sereno, certero y firme en las respuestas.

Aquí está el hombre de flamantes 50 años (Buenos Aires, 11 de agosto de 1959) con un disco “artesanal” bajo el brazo, encadenado este Fuerza natural a un momento artístico crecido en la más honda soledad (“soy cada vez más solitario”).

Las 13 canciones del nuevo disco del fundador y líder de Soda Stéreo constituyen un sistema donde reina la emoción, elemento sólido que, según admite el propio cantante y guitarrista, “será difícil recrear o volver a crear en vivo”.

Sin embargo, el 15 de noviembre estos nuevos temas verán la luz en vivo. México será el primer lugar de la gira de un mes y Martin Phillips, el célebre diseñador de los Nine Inch Nails, quien pergeñe un escenario ad hoc para que Cerati, que no mira al pasado, que odia que las canciones se transmitan por teléfono y que ha hecho una buena cantidad de Fuerza natural en formato vinilo “porque no hay nada mejor que esto a nivel de sonido”, siga jugando al arte de la verdad que, para alguien de su talla, consiste en enmascarar y enmascararse.

La canción es la misma

—Dice usted que “esta canción ya se escribió”, que es como decir, igual que Zeppelin, que “la canción es la misma”.

—Lo que digo en “Deja vu” es que ciertos patrones rítmicos y armónicos vienen más allá de uno. Hay algo que está como escrito en el aire y tiene algo de misterioso, pero también es muy cotidiano. Este es un disco rockero en algunos aspectos, pero menos distorsionado que el disco anterior. El rock de Fuerza natural está más relacionado con la sicodelia y con el blues, con el folk.

—De hecho hay por ahí un tema muy Simon & Art Garfunkel...

(risas) —Sí, efectivamente. La mirada es un poco hacia esa época de fines de los 60 sin llegar a ser tan retro.

—¿Le molesta la palabra retro?

—No, pero no soy una persona necesariamente retro, sólo que hay épocas de la música que me gustan más que otras.

—Habló mucho de su ideario estético, contraponiéndolo a aquel que está más metido en la realidad...

—Mi discurso es un poco combativo sobre todo porque hay gente que cree que si uno se pone metafórico o relativamente poético está olvidándose de lo que ocurre alrededor. Trato de que el disco sea un instrumento de escape hacia la fantasía

—Luis Alberto Spinetta es uno de los músicos más incomprendidos de Argentina y a la vez uno de los más amados...

—Exacto. Y él fue un modelo para mí, una influencia mucho más fuerte que otros que son más descriptivos o cuentan. Yo no soy bueno para eso. Lo mío son imágenes, pinceladas de emoción.

La salud y la enfermedad

Gustavo Cerati tuvo en 2006 una grave enfermedad llamada tromboflebitis a raíz de la cual estuvo sin caminar durante mucho tiempo. Dice estar plenamente recuperado “aunque advertido”.

—¿Sintió miedo?

—Un cagazo terrible. Parece ser que es por andar tanto tiempo arriba de los aviones. Fue un problema circulatorio bastante cabrón y estuve 10 días inmóvil.

—¿El artista tiene que ser honesto?

—La persona tiene que ser honesta, el artista puede ser cualquier cosa. Mentir es fundamental. Invento muchas cosas.

—Su padre fue muy importante en su carrera. ¿Es un ejemplo a seguir?

—Sí, él tenía muchas cosas que yo no voy a poder tener. Era una persona de mucha vitalidad, con pensamientos elásticos pero siempre en defensa de su dignidad. Murió de cáncer y siempre está presente.

—¿Para Benito, su hijo mayor, que participa en el disco, es difícil ser Cerati?

—Y sí, es algo fuerte. Hay miles de ejemplos en la historia de la música. La comparación es inmediata, pobre muchacho. No sé a qué se va a dedicar finalmente Benito, que recién tiene 15 años, trataré de aliviarle el camino, pero no es nada fácil.

—Su vida privada siempre estuvo muy protegida ante los medios...

—Y es medio hinchapelotas que te quieran preguntar siempre de tus cosas. Yo no tengo para nada la vida resuelta y no me vas a ver mucho en programas de televisión.

LAS HISTORIAS QUE CUENTA UN CUBANO CUANDO NO SABE BAILAR


El día en que Silvio Rodríguez vio un ovni (fue en México); las tumbas olvidadas del tuberculoso Pedro Junco (aquel que escribiera el bolero inmortal “Nosotros”) y del campesino y cantor Polo Montañez, muerto en la cima de su carrera musical a causa de un accidente automovilístico. Las mujeres mexicanas que amó Silvio Rodríguez, sobre todo la bailarina Tihui Gutiérrez, a quien el cantautor le escribió aquello tan hermoso de “Disfruté tanto tanto cada parte / y gocé tanto tanto cada todo”.

Los cubanos que en Cayo Hueso organizan un concurso de parecidos con Ernest Hemingway; los gatos de seis dedos que conformaron la raza “Hemingway”, una variedad gatuna que sólo vive en la casa que el escritor tenía en La Florida. La “cubanía”, sobre todo cuando esa característica nacional inasible declara tácitamente que las mujeres tienen cojones y que las madres amantes deben, por sobre todas las cosas, vigilar la salud del miembro viril de sus hijos.

Las leyendas de un pueblo parlanchín y nostálgico, como aquella que asegura que (otra vez) Silvio es el mayor mujeriego desde que Colón descubrió América en 1492, pero que a la hora de sostener en la cama lo que la fama internacional le ha otorgado, el hombre queda hecho jirones como su célebre playa.

Un canto de amor a través de 9 crónicas (que no diez) verídicas de la vida en la isla fue lo que construyó el periodista Ruibén Cortés (Pinar del Río, Cuba, 1964) en sus ociosas y angustiantes horas de desempleado.

El libro, titulado (cómo no) ¡Cuba, Cuba! y publicado por Cal y Arena, es un delicioso cuadro de costumbres de un pueblo que como bien dijo el cantautor argentino Gustavo Cerati la semana pasada: “No importa una mierda lo que pase con Juanes: los cubanos son lo más”.

Y siendo lo más, han tenido que conformarse con lo menos de una Revolución que por darlo todo dio educación y salud, para restar libertad, bienestar y diluirse, como dice Cortés, “en un doble bloqueo: por un lado el externo que desde hace años ejercen Estados Unidos y sus aliados y, por el otro, el interno de un gobierno institucional que teme a los jóvenes y no los deja ascender”.

Cortés, que desmiente su condición de cubano de postal y dice con cierta arrogancia que no sabe bailar y que, por tanto, se niega a ser el alma de la fiesta, es un periodista de raza que, siempre a instancias de su gran amigo y editor Rafael Pérez Gay, saca tiempo de donde no tiene para escribir libros ligados a su oficio. Antes de ¡Cuba, Cuba! escribió Crónicas de guerra, sus experiencias en Irak y Afganistán, prologadas por otro amigo entrañable, su compatriota Eliseo Alberto y 9 meses en la eternidad, la proverbial historia de aquellos mexicanos rescatados en las Islas Marshall y que, según contaron, habían permanecido todo ese tiempo a la deriva.

El haberse quedado sin empleo posibilitó que estas nueve crónicas vieran la luz en unas páginas donde el humor y la tristeza se reparten en porciones idénticas. Justo cuando Rubén iba a desarrollar la décima historia, consiguió trabajo y se hizo subdirector de un periódico.

Ser cubano de Cuba

—¿De quién se siente más compatriota: de los que están en Miami o de los que están en La Habana?

—Definitivamente de los cubanos de Cuba. No tiene sólo con haber nacido en un lugar específico, sino también con pensar de determinada manera. Siempre tienes una patria; cambias de papeles pero no de patria. Aquí en México llevo 14 años y pago impuestos, escribo de política nacional, ayudo a construir una sociedad, pero mi patria es Cuba. Mis recuerdos están allí. El problema del emigrado, precisamente, es que no tiene recuerdos del lugar donde está.

—¿Y eso es lo que les pasa a los cubanos de Miami?

—Voy mucho a Miami, me encanta, es un lugar parecido a Cuba, pero el cubano que llega allí inmediatamente adquiere una arrogancia que no la tiene normalmente el nativo. El cubano de Miami se siente en la necesidad de convertirse en un anticastrista furibundo y salir a la calle a romper los discos de Juanes.

—¿Y qué pasará con estas dos maneras de ser o sentirse cubano?

—Que tarde o temprano, como nada dura para siempre, un día -para bien o para mal- el sistema de gobierno va a tener que cambiar. Y ese día, los cubanos se van a unir, como lo hicieron los argentinos después de la dictadura o los españoles después de Franco.

—¿Se van a unir a través de eso que se llama “cubanía”?

—No te creas, ¿eh?. Quienes practican la cubanía, lo hacen de forma exagerada. Los cubanos que están en mi libro son personas como yo: muy normalitas. Por ejemplo, soy cubano y en mi vida he bailado. No soy el alma de la fiesta. Y lo que suele pasar con muchos emigrados es que exageran esas cosas típicas con que se asocia a nuestra nacionalidad, para ser aceptados e integrarse más fácil.

—¿Su libro es uno de amor a Cuba?

—Sí, por supuesto. Sobre todo a los cubanos que se quedan. Porque la verdad es que los que se van ahora, no lo hacen por temas políticos. Los que se fueron en los inicios lo hicieron porque Fidel les quitó el poder; luego se fueron los que sintieron que Fidel les quitó la Revolución. Y los que se van ahora, lo hacen porque quieren vivir mejor. Mi libro es para los que se quedan, no porque sean socialistas o comunistas, sino porque los colibríes hacen el nido en el patio de su casa y eso hace a su país el mejor del mundo. Aunque sea mentira, aquí, en el balcón de mi departamento, los colibríes también hace nido.

LA BATALLA FUTURA


La salida de Una novelita lumpen, la última novela publicada en vida del escritor chileno Roberto Bolaño, fallecido en 2003 a los 50 años, la traducción al chino de Los detectives salvajes y la preparación del documental La batalla futura, cuya primera parte transmitirá el canal 22 en diciembre, demuestran la vitalidad de un autor que vive su mejor y póstumo momento literario.

La victoria o el triunfo, valores raros en un escritor para quien la literatura era una forma de vida más que una competencia o un ascenso hacia cima alguna, desmadejaron por completo un ovillo cuyas primeras hebras ya había visto el propio Bolaño desperdigarse en su suelo. Prueba de ello es la ya mítica reunión de autores latinoamericanos jóvenes en Sevilla, año 2003, y a la que asistió con su inefable personalidad de rocker, contando chistes malos y convirtiéndose sin quererlo –como escribiera a poco de su muerte el editor Jorge Herralde- en “ líder indiscutible, faro y tótem”, de la generación más joven de escritores en español (Fresán, Volpi, Pauls y otros).

Para entonces, ya había sido publicada la proverbial Los detectives salvajes, una novela consagratoria que resultó ser la gran novela mexicana de la contemporaneidad, que apareciera en 1998 y le diera a su autor el prestigioso premio Rómulo Gallegos y el Herralde, de Anagrama.

Inolvidable, como inolvidables fueron casi todas sus intervenciones públicas fue el discurso de Caracas con el que Bolaño agradeció el Rómulo Gallegos, fiel testimonio de una manera de entender la literatura (“no basta con escribir maravillosamente bien, hay que saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso”), de un modo agridulce de saberse atado al destino de una generación (la de los nacidos en los 50 que “de más está decir luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería”) y de un dulce escepticismo hacia las cosas que pudieran atarlo a una nacionalidad inmutable (“Pues a mí lo mismo me da que digan que soy chileno, aunque algunos colegas chilenos prefieran verme como mexicano o que digan que soy mexicano, aunque algunos colegas mexicanos prefieren considerarme español”).

Así que este Bolaño nacido en Santiago de Chile de 1953, que tuvo a bien revolucionar “cortazarianamente” la literatura latinoamericana (A su modo, Los detectives salvajes fue para toda una generación una nueva Rayuela, espejo prosístico donde se miraron las caras y se percibieron las almas miles de lectores en lengua española), nació al sur del continente, vivió su adolescencia en el DF (país al que llegó cuando tenía 15 años y en cuya capital se hizo hombre e intelectual, cubriendo un periplo comprendido entre el Café La Habana y la UNAM, a la que nunca asistió como alumno) y terminó sus días en la catalana Blanes.

LA VIDA ÚTIL

Vendedor de bijouterie en una tienda regenteada por su madre, Victoria Ávalos, vigilante en un camping llamado “Estrella de mar” en Barcelona y dúctil cocinero especializado en preparar de múltiples maneras el arroz, platos con que enamoró Carolina López, madre de sus dos hijos Lautaro y Alexandra, Roberto también fue pobre, pagó la renta durante mucho tiempo a base de ganar concursos literarios en España y, fundamentalmente, fue un poeta devenido en novelista, con una obra sólida que hoy constituye un legado insoslayable.

A los 38 años le fue descubierta una enfermedad en el hígado que terminó con su vida a los jóvenes 50, cuando esperaba casi en vano un trasplante que le hubiera alargado la existencia y hubiera ensanchado el continente de sus libros.

“A esa edad supe que no era inmortal”, ironizaba. Era la ironía uno de los deportes a los que se había aficionado con precisión de atleta olímpico. “Y aprovecho este paréntesis para agradecerle una vez más al jurado esta distinción, especialmente a Ángeles Mastretta”, dijo Bolaño en el célebre discurso de Caracas. La escritora mexicana fue la única en el jurado que había votado en contra de Los Detectives Salvajes y la broma del escritor fue la enunciación de una estética que los enfrentó sin que la autora de Arráncame la vida, que no conocía la obra del chileno, tuviera una participación activa. Más bien era Bolaño el que la llamaba “escribidora” (término que también aplicaba a sus compatriotas Isabel Allende y Marcela Serrano), con notable desprecio. A casi 10 años de aquel acontecimiento, Mastretta afirmó a esta cronista que “no haber votado por Los detectives salvajes fue un error que pagaré toda mi vida. Sí, yo voté en contra de Bolaño y me equivoqué drásticamente. Es cierto que me gustaba mucho más la novela de Eliseo Alberto, Caracol Beach, al menos lo entendía más, pero ahora que Bolaño es un autor de culto y que lo he ido poco a poco descifrando, lo respeto, aunque su literatura no me apasiona”.

Bolaño amaba el cine de ciencia ficción, miraba televisión, escuchaba música del brasileño Lenine, oía a The Pogues, Elvis Presley, Suicide y Bob Dylan. En los últimos días de su vida bailaba nietscheneamente en su estudio la canción “Lucha de gigantes”, de Antonio Vega, el fallecido líder de Nacha Pop.

A pesar de que su adicción al tabaco le daba pocos puntos en la lista de los posibles trasplantados (“Por acá todo va bien. Sigo el tercero en la cola de espera”, escribió a una amiga) , era un hombre que quería vivir. Hacía planes para cuando tuviera un nuevo hígado: “No sé cómo me las voy a arreglar cuando me cambien el hígado. Se supone que entonces tendré que tomar más de treinta pastillas diarias. ¿Cómo me acordaré? En fin, ya veremos”, confesó a un cercano. Se interesaba por la política latinoamericana: “No seré yo el que te diga que en política la realidad y el deseo son dos cosas bien distintas. Para mí Lula es, en principio, un antiguo obrero que promete hacer lo posible para que todos los brasileños coman tres veces al día. Como objetivo político, o de política social, no está mal, es razonable, aunque como utopía es francamente pobre. Es como si Joyce, por poner un ejemplo de utopía literaria, hubiera dicho que su objetivo era combatir el analfabetismo irlandés y hacia ese fin hubiera dirigido todas sus energías. Sobre todo, porque Joyce, si se hubiera dedicado a alfabetizar, no hubiera conseguido nada, que será lo que Lula, mucho me temo, conseguirá al final de su mandato”, escribió a esta cronista.

Bolaño, que cuando le preguntaban por qué le gustaba llevar siempre la contraria contestaba: - “No, yo no llevo la contraria”, se anotaba en todas las polémicas posibles e imposibles, como aquella que consistía en defender el honor de los vinos de su país de origen: “Te lo juro de rodillas y por la sombra incorrupta de San Martín salvándole la vida a O´Higgins que los vinos chilenos son buenos y, ciertamente, mejores que los argentinos. En mi niñez viví en Cauquenes, provincia de Maule, una región que ostentaba el primer lugar en el índice de alcoholismo patrio. También era la capital del espiritismo, creo que hasta los curas hacían sesiones con la mesa de tres patas. De Cauquenes recuerdo sobre todo dos episodios decisivos: en uno de ellos me di cuenta de que cada persona es un mundo y que la lejanía podía ser sinónimo de muerte pero también de viaje hacia el interior vacío de cada uno. En el otro comprendí lo que era el teatro. La obra en cuestión era una mierda: La pérgola de las flores, de autora chilena, pero a mí me gustó tanto (era un niño sensible) que al salir no supe si salía de La pérgola o entraba en una obra mayor e incomprensible, la de las calles de Cauquenes, la noche de Cauquenes, Chile. Latinoamérica, the world. Visto en perspectiva, lo primero que se me ocurre es preguntarme cómo mi madre dejó que un niño de doce años fuera al teatro solo. Recuerdo que cuando mi padre nos iba a visitar, al regreso compraba vino, el de Cauquenes tenía fama de ser de los mejores”.

LA FAMA PÓSTUMA

¿Qué sentimientos le despierta la palabra póstumo?, le preguntaron a Roberto Bolaño en la última entrevista. Y él respondió: “Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor”. Lo cierto es que su muerte, acaecida en 16 de julio de 2003 y, como titularon muchos periódicos, ocurrida “en su plenitud creativa”, dejó desolados a sus hijos y a amigos entrañables como el escritor Rodrigo Fresán y el crítico español Ignacio Echavarría y, con una ironía muy propia de su carácter, le dio al destino la oportunidad de convertirlo en una de las mayores celebridades literarias del mundo.

Con 2666, su enorme y elogiada obra póstuma, Bolaño dejó de ser un autor de culto para volverse un escritor traducido a muchos idiomas, entre ellos el inglés, lengua que hoy en EU le rinde pleitesía mediante la publicación de sus libros y de críticas laudatorias en los principales periódicos y revistas especializadas.

De esa novela de más de mil páginas, Jorge Volpi dijo: “es una de las novelas más poderosas, perturbadoras e influyentes escritas en español en las últimas décadas. 2666 sólo puede leerse completa, sus más de mil páginas de un tirón, dejándose arrastrar por la marea de su escritura, su avalancha de historias entrecruzadas, el torbellino de sus personajes, el tsunami de su estilo...”.

La semana pasada, los cables de las agencias dieron la noticia: Los detectives salvajes llegaba a la nación con más lectores en el mundo de la mano de la editorial Shanghai Century y las hazañas de Arturo Belano, álter ego del escritor, se podrán leer en chino mandarín.

BOLAÑO: LA PELICULA

En México, el cineasta chileno Ricardo House graba contrarreloj el documental La batalla futura, una película íntima donde amigos de todas las épocas de Roberto Bolaño, reconocen su valía y que, con música del mexicano Alonso Arreola, será transmitida en canal 22.

Se trata de conversaciones tú a tú con personas que tuvieron una presencia clave en la vida del autor chileno, por caso la artista plástica Carla Rippey, nacida en Texas en 1950 y que fue muy amiga en la juventud de Bolaño, cuando éste apenas tenía 23 años, se dedicaba a liderar junto a su amigo de toda la vida, el poeta Mario Santiago (1953/1998), el movimiento literario de los infrarrealistas y a interrumpir todas las intervenciones públicas de Octavio Paz.

Habla también en La batalla futura, el poeta chileno Hernán Lavín Cerda, (Santiago, 1939), quien fuera testigo de esa juventud furibunda y de los poemas leídos a voz en cuello por parte de un chico que estaba enamorado perdidamente de una muchacha llamada Lisa.

La voz del editor al que llegó a querer como un padre, Jorge Herralde. La voz de Jorge Volpi, que le dedicó un capítulo entero en su reciente libro de ensayo, Mentiras contagiosas (Páginas de espuma, 2008). La voz de su primer editor, Juan Pascoe, la de la francesa Fabienne Bradu (quien incluyó a Bolaño en su libro finalista del premio Anagrama, Los escritores salvajes). La emocionada voz de Carmen Boullosa, su amiga...

El lunes próximo, Anagrama pone a disposición de todos los lectores en este país, su último trabajo publicado en vida. Se trata de Una novelita lumpen con la que el autor participó del proyecto de Editorial Mondadori, "Año 0", en el que siete escritores hispanoamericanos respondieron al encargo de escribir una novela sobre alguna de las grandes capitales mundiales. Roma fue la ciudad elegida por el chileno.

Son sólo pequeños destellos de un gran rayo luminoso que reproduce su energía en el mundo, para dar cuenta de la larga vida literaria que tiene un escritor desafortunadamente ido en lo mejor de su edad y al que mucho se lo extraña.

ANTHONY KIEDIS


Por esas venas donde antes corría cocaína, speed, heroína negra, heroína persa e incluso, a veces, LSD, ahora transita ozono, “un gas de olor maravilloso” que ha sido utilizado legalmente en Europa durante años para tratar desde accidentes cerebro-vasculares hasta el cáncer. Quien se somete al suave tratamiento de una enfermera rubia que se hace llamar Sat Hari es Anthony Kiedis, nacido en Michigan, EU, el 1 de noviembre de 1962.

“Estoy tomando ozono por vía intravenosa porque a lo largo del tiempo, en algún lugar a lo largo de mi vida, contraje hepatitis C causada por mi experimentación con las drogas”, dice el líder de la banda de rock Red Hot Chili Peppers, una especie de Iggy Pop posmoderno tan sensual y enigmático como la vieja iguana.

Difícil constreñir en una sola definición la proverbial y a menudo milagrosa presencia de un frontman inigualable. Como si el elemento sexual que constituye su estar y ser en el escenario no bastara. Como si el modo hiperkinético de cantar las rolas tristes, provocadoras, profundas, de una agrupación nacida en Los Ángeles, California, en 1983, se quedara chico frente a la rutilante existencia de un poeta escénico que todo lo ha probado para después contarlo.

Gimnástico, siempre eléctrico, esdrújulamente conformado por su amor a la vida y por su culto a la muerte en partes iguales, Kiedis es la cara visible de un cuarteto integrado por otras tres caras tan visibles como la suya. Alguien dijo alguna vez que si en un grupo uno tiene a un bajista de la calidad de “Flea”, un baterista como Chad Smith, un guitarrista como John Frusciante y un vocalista como el mencionado Anthony, la carrera hacia la cima está plenamente asegurada. Sin embargo, la ruta hacia el éxito de la banda de fun rock más importante del mundo no siempre fue un plácido camino de rosas. Las espinas de los excesos no sólo derivaron en constantes ires y venires con la Parca por parte de Frusciante y Kiedis: también hubo una muerte por sobredosis del guitarrista israelí Hillel Slovak (1962-1988), un suceso que marcó definitivamente al cuarteto de música generando culpas y pesares difíciles de superar.

Con “Flea” sumido en una honda depresión de la que tardó en levantarse, el joven Kiedis optó por limpiarse de toda droga y apostar por su futuro. Fue cuando el cantante más acrobático del rock contemporáneo hizo puerto en México y en nuestro suelo comenzó a sacarse de encima su pesada historia, un periplo que incluye —sobre todo— la presencia de un padre absolutamente fiel a los postulados sesentistas, entre ellos una continuada y constante afición a la marihuana y a drogas más duras que no evitó a su vástago. A su modo, tanto la madre de Anthony (una hippie en secreto que hacía trabajos de secretaria para mantener a la familia en pie y que perdonaba periódicamente las infidelidades de su marido con el que se reconciliaba y se peleaba en ritmo deportivo) y su progenitor (un cineasta talentoso, perdido entre las juergas y las mujeres de vida ligera) fueron amorosos con el niño de sus ojos. Eso no impidió que Anthony protagonizara una niñez y adolescencia problemáticas: “En tercer grado, yo había desarrollado un verdadero resentimiento hacia la administración del colegio, porque si algo estaba mal, si algo había sido robado, si algo estaba roto, si un niño era agredido, rutinariamente los maestros me echaban fuera de clase. Yo era probablemente responsable del 90% de los alborotos, pero rápidamente me volví un competente mentiroso, tramposo y un artista en el timo para librarme de la mayoría de los problemas”, contó el artista en su biografía de 2004 Scar tissue.

El letrista a veces solemne y casi siempre triste de “Under the bridge”, transita hoy en las vísperas de una cincuentena que lo muestra como un amoroso padre de una hija, fruto de su unión con la modelo Heather Christie, de la que ya se separó. Trata de controlar su adicción a la pornografía, una afición que se hizo carne en él cuando descubrió las posibilidades de una computadora y prepara el regreso a los estudios luego de dos años y de aquel maravilloso disco doble Stadium Arcadium.

Los fans, que son muchos en el mundo tras los más de 20 años de carrera de estos chicos punketos y surferos que ni en sueños podrían haber predicho un futuro de tanto éxito, ya están impacientes por escuchar las nuevas canciones.

A su ritmo, este mago del optimismo absurdo, esa facultad de seguir creyendo en que todo mejorará aun cuando uno se encuentre en el medio de un desastre, desplegará frente al micrófono y auspiciado por su productor de siempre, el inefable Rick Rubin, todos sus trucos, todas sus supercherías, todos sus dones.

EL SARCASMO Y LOS ASTEROIDES


No hay que meterse con Jon Stewart. Lo sabe casi todo el star system gringo y más lo saben los periodistas de política y de finanzas que tratan de cumplir la regla a rajatablas para no tener que verle la cara a este judío neoyorquino nacido el 28 de noviembre de 1962 con el nombre de Jonathan Stuart Leibowitz.

Actor, comediante, escritor y productor, es sobre todo un tipo que ha hecho del sarcasmo y del sentido común dos armas infalibles contra la ignorancia ilustrada de la que suelen enorgullecerse hasta el hartazgo los medios audiovisuales estadounidenses. Stewart es también el timón del The Daily Show, un ciclo de media hora donde se dedica a demoler la holgazanería mental reinante.

La serie en cuestión ha ganado varios premios Emmy y las consabidas escarapelas con que Gringolandia certifica el éxito, pero puestos a evaluar méritos, con Stewart uno suele tener la sensación de que se lo elogia por cualidades que son inherentes a su persona, algo así como los que dan galardones a los hermosos como si ser guapo tuviera que ver con una decisión propia, individual.

Jon es muy inteligente y su lógica resulta en varias oportunidades tan irrefutable, que al frente de su noticiero petardista produce una ilusión esquiva: uno cree que lo que él dice uno ya lo sabía o ya lo pensó. Tan natural es su discurso, tan fluida su narración, que parece que el que habla en la tele es nuestro primo avispado, el que viene a casa de vez en cuando, se toma toda la cerveza que hay en el refri y nos deja tres o cuatro máximas con las que cavilaremos el resto de la semana.

Tanta lucidez termina siendo demócrata y tanto meter el dedo en la llaga acaban por confinar a un tipo –este tipo- al rango de izquierdista con traje Armani, contumaz firmador de autógrafos con plumas Mont Blanc.

Sin embargo, este que fuera actor de películas románticas, que despuntara el vicio de presentador en la cadena MTV (cuando la MTV realmente era un producto televisivo con más aspiraciones que aspiradoras) y que cayera en 1999 al Daily Show como reemplazo de Craig Kilborn, es más que nada un señor moderno que no pierde el tiempo buscando un sitio confortable adentro o afuera de alguna cortina de hierro imaginaria.

Claro, eso no impide que un hilito de baba mefistofélico le haya caído por las comisuras cuando Bush nacionalizó la banca antes de irse a casa y terminara siendo, don dueño de Irak, más estatizador que el floripondio Chávez en Venezuela o el ya anacrónico Fidel Castro en Cuba.

Precisamente, a la islita querida se refirió Stewart cuando el flamante Obama hizo un gesto de acercamiento a los cubanos, permitiéndoles ahora mandarse dinero ilimitadamente y llamarse por teléfono hasta quedarse sordos de ambas orillas.

“Yo que ustedes, cubanos, me lo pensaría bien. Si alguna revolución han hecho en esa isla es precisamente demostrar qué buenos eran los automóviles americanos que se fabricaban en los 60. Si siguen estos acercamientos, es probable que los fracasados de Detroit que están llorando por la crisis automotriz que ellos mismos generaron con sus carros deficientes, los inunden con su basura de cuatro ruedas. Piensen, cubanos, piensen: los autos japoneses son mejores y los alemanes ni se diga”, dijo Stewart mirando fijo a la cámara, levantando las cejas y prodigándose en una de esas sonrisas letales que lo hacen sino guapo al menos encantador.

Alabando precisamente sus dotes de seductor y de tipo irresistible se presentó en el Daily Show la bellísima Anne Hathaway, quien le espetó a un sonrojado Stewart que muchas amigas le mandaban saludos y besos.

El inefable Jon, cual hijo dilecto de Woody Allen, le dijo, casi en un susurro: “Pero si yo soy un viejo decrépito, ¿quién me puede querer a mí?”.

No fueron precisamente las herramientas de la ternura las que Jon, que se interpretó a sí mismo en un capítulo de Los Simpson, esgrimió ante el famoso periodista económico Jim Cramer.

El susodicho Cramer, pocos días antes de que la Bear Stearns fuera tragada por la debacle económica, recomendaba apasionadamente a sus espectadores que compraran acciones de la compañía, hecho que Stewart como es obvio no dejó pasar.

Ataque y contraataque derivaron en la presencia de Cramer en el Daily Show, pero fundamentalmente en una conclusión de Jon que todavía tiene eco en los massmedia gringos.

“En estos momentos de confusión en la derecha estadounidense y de apocalipsis en Wall Street, CNBC está intentando ganar espectadores con fuertes críticas a los planes de Obama. Que esta campaña provenga de gente que hasta hace nada estaba afirmando que los gigantes de la economía financiera eran aún buenas oportunidades de inversión revela dónde hay que buscar su credibilidad. En la parte más profunda del baño de hombres, evidentemente”, dijo. Y cerró el debate.

Como buen hombre cómico y sarcástico, el coautor de America (The book), condujo en dos oportunidades los Oscar. “Ahora ando pidiendo la cabeza de Hugh Jackman que me quitó el trabajo”, suele decir en su show.

En sendas entregas de las estatuillas, Jon se dedicó a hacer lo que mejor le sale: desplegar un cinismo respetuoso y elegante que sirvió para campear el temporal por la huelga de guionistas en 2008.

Sin libretos y sólo a merced de su ingenio, Stewart se mandó perlitas como estas:

- "El Oscar cumple 80 años, por lo que es el candidato ideal para el Partido Republicano”

- "Si un negro o una mujer van a ser presidentes de EU. eso quiere decir que un asteroide está a punto de impactar contra la Tierra”.