miércoles, 8 de diciembre de 2010

¿ES PREFERIBLE REÍR QUE LLORAR? (para Psychologies)


En los 70 solía sonar una canción en las radios de España y de Latinoamérica: el fallecido Luis Aguilé entonaba aquello de “es preferible reír que llorar” y, entre el ruido aflamencado de las castañuelas, aprendíamos a tomar nuestra poción diaria de optimismo poniendo, como dice el viejo refrán, “al mal tiempo buena cara”.

Unas décadas después, el himno de la buena fe cobró el tono de voz de la cubana Celia Cruz, quien nos insta en cada fiesta de amigos o reunión familiar a entender aquello de “que la vida es un carnaval” y que no, nunca, “hay que llorar”.

Del voluntarismo en el ánimo al sarcasmo social, pasando por la respuesta de humor inmediato y automático frente a toda tragedia masiva, hay, sin embargo, un amplio trecho.

En ese sentido, el humor como contrapeso de las dificultades y la capacidad de transformar el miedo en chistes más o menos espontáneos son sin duda un sello grabado a fuego en la idiosincrasia mexicana.

Se trata de una respuesta sintomática que, al decir del psicólogo Giuseppe Amara “tiene el cariz de las reacciones estereotipadas”.

Fue proverbial, por ejemplo, la respuesta del mexicano medio a lo que podría haber derivado en una gran tragedia social en tiempos donde reinaba la influenza y la pandemia amenazaba con transformar durante mucho tiempo todos los hábitos de un país.

Ya se ha hecho típico el humor frente a la narcoguerra y a las muertes que de ella se derivan (unas 30 mil en cuatro años) y, durante el rescate de los mineros en Chile, fue arrasadora la ola de chistes mexicanos en las redes sociales, comparando el hecho con el trágico episodio que sepultó a más de 80 obreros en Pasta de Conchos, Coahuila.

Mientras algunos periódicos hablaban de “los mineros que México no quiso salvar”, Facebook y Twitter se empachaban con las teorías humorísticas que esbozaban los usuarios. “Si los mineros chilenos hubieran sido mexicanos: 1) los diputados se hubieran tardado 6 meses para aprobar el presupuesto pa' sacarlos 2) habría ambulantes vendiendo garnachas y dvds del rescate pa' los mineros y sus familias 3) hubieran contratado al Chapulín Colorado con su pastilla de chiquitolina para sacarlos 4) no los hubieran encontrado. Si no dieron con una niña abajo del colchón…”, fueron sólo algunas de las ocurrencias en torno a un tema tan doloroso.

¿Qué esconde esa actitud de anteponer el humor a la furia, al dolor, al miedo? Según Amara, “la respuesta humorística ante las tragedias que involucran a terceros, es en realidad la expresión de la impotencia y, cuando es reiterada, es síntoma de una depresión crónica, de una tristeza y de una melancolía que están grabadas en lo más profundo de nuestro ser como pueblo”.

Para el psicólogo gestáltico Rubén Rangel, “el humor es la forma que tenemos los mexicanos de esconder la realidad en la que estamos inmersos. El mexicano ha encontrado en estas formas de expresión el desentendimiento de los problemas a los que se tiene que enfrentar. Pareciera que nos gusta estar en una fantasía de tiempo completo”, asegura.

El novelista David Miklos confiesa a su vez que “nunca he entendido el humor mexicano, esa burla permanente de todo, más en particular de las tragedias cotidianas, desde el temblor hasta el caso Paulette, pasando por los mineros de Pasta de Conchos (en relación con los mineros chilenos) y el secuestro del Jefe Diego”.

Algo parecido le sucede a la escritora Elía Martínez-Rodarte, quien escribe en su blog “Porque me quité del vicio”: “No entiendo esa forma idiota de hacer chistes de cualquier cosa. En especial de los sucesos trágicos. No lo capturo, nada más. Me parece lerdo e insensible. Me recuerda a aquel niño de la escuela que consideraba el más idiota de mi salón: se pegaba en la cabeza, nos golpeaba a todos, nos decía maldiciones y todo le causaba risa”.

“Cuando lo entendí le tuve lástima: el tipo no sabía que era imbécil. Ese es el problema de muchas personas: nadie les da esa información a tiempo”, agrega.



La fiesta de la Catrina



Los mexicanos, ya se sabe, nos reímos de la muerte. A principios de noviembre, se multiplican las calaveritas de azúcar y las flores de cempasúchil inundan el paisaje ciudadano y de algunos pueblos como Mixquic o Pátzcuaro. Detrás de esa celebración, según Giuseppe Amara: “se esconde un sentimiento de venganza, de revanchismo, sobre todo cuando la muerte se enfrenta a los poderosos. Es como decirle al rico, al exitoso, al que nos está oprimiendo: -mira, esto te va a pasar a ti, tarde o temprano”.

La burla hacia la muerte es para Miklos “un arma de dos filos. Por un lado, consolida una identidad: aquella del mexicano fiestero que puede tirar la casa por la ventana y no pensar en las consecuencias de sus actos. Por el otro, certifica un carácter: aquel de la adolescencia perenne”.

“Lo que en apariencia es una fiesta, la de la muerte, demuestra que debajo del agua hay otras cosas, como la necesidad de usar el poder de la Catrina para asustar al otro, para vengarme de alguien que me hizo mal, para tomar revancha”, insiste Amara.



El chiste, artesanía mexicana



“Se han incorporado a nuestro lenguaje cotidiano las bromas sobre hechos delictivos –como se han hecho antes chistes sobre víctimas de terremotos, explosiones, etcétera- así como vocablos y expresiones de uso recurrente como: levantón, ejecutado, sicario, darle piso, balacera, cateo, reventar, comando armado, fuego cruzado, desaparecido, encajuelado, retén, bloqueo, cuota, rafaguear, calibre…El diccionario sangriento en pleno”, alerta Elía Martínez-Rodarte.

Y apunta: “Por una vez deberíamos hacer las cosas distinto, enseriarnos ante el evidente desmadre que está encima de nosotros y con toda la energía de ese payasito que llevamos dentro: exigir a todas las autoridades que organicen sus pensamientos primero, y luego procedan a asegurarnos un entorno de mínima seguridad ante balaceras, explosiones, secuestros en un estado de derecho con asegures”.

La escritora coincide así con el diagnóstico de Giuseppe Amara en el sentido de “que esa ironía cotidiana, tan cercana al sarcasmo, refleja la gran impotencia que siente el ciudadano medio frente a la inercia de las autoridades”.

“La gente sabe, cree, está convencida, de que sus autoridades no van a hacer nada para resolver los crímenes que a diario asolan el norte mexicano y, frente a esa realidad tan dolorosa, elige no tomar partido y alimentar su gran desesperanza con una cuota de humor. Esa respuesta social sólo cambiará cuando cambie la situación, es decir, cuando la gente comience a confiar en sus autoridades”, agrega.

Para la escritora mexicana Ana García Bergua, “el humor mexicano es un elemento cultural refinadísimo que tan sólo refleja un pesimismo atroz. De ahí su inutilidad y el desánimo que termina generando. Si te fijas, unos cuantos mexicanos nos podemos reír de algo terrible, pero después nos deprimimos más. Para experimentar lo que te digo, basta con ir a ver la película El infierno, de Luis Estrada. En ese sentido es malo, pues paraliza, prolonga este regodeo en el “peor es nada”, en el sentir que todo ha sido siempre igual y nada puede cambiar. Sirve para la exaltación del famosísimo aguante: nosotros aguantamos todo y hasta nos reímos. Contribuye a la normalización de la desgracia”.

En el sentir de Rubén Rangel, el tan mentado albur mexicano es un rasgo esencialmente masculino, “refleja una lucha entre hombres, el sometimiento de uno hacia el otro y por eso es raro que la mujer esté inmersa en dicho juego verbal”.

“Como rasgo cultural, por ejemplo en la burla a los gobernantes, el tan mentado humor mexicano puede ser prodigioso, pero me parece terrible que alguien se burle de lo ocurrido a los mineros de Pasta de Conchos”, opina Ana García Bergua.



¿Bueno, malo o peor?



En la majestuosa película de Mihalis Kakogiannis, Zorba el griego, protagonizada por el inolvidable Anthony Quinn, Zorba diseña un estrambótico teleférico para transportar los árboles que están en lo alto de la montaña. El proyecto fracasa estruendosamente y el comentario del griego al inglés que había financiado la tarea es “Pero bueno, Jefe, ¿ha visto usted alguna vez una catástrofe más esplendorosa?”. Finalmente, los dos se echan a bailar y a reír.

A esa escena apela Giuseppe Amara para hablar de lo positivo del humor “cuando es una respuesta frente a nuestro drama individual, frente a nuestra propia tragedia”.

“Como Zorba, cuando nos podemos reír de lo doloroso que nos toca enfrentar, lo que hacemos en realidad es conjurar el efecto de la tragedia y elegir la vida, seguir existiendo, pese a todo”, explica.

En lo social, “el humor es una forma de esconder la tristeza y de no demostrar el gran miedo que tenemos de que algo nos pase. También es una forma de comunicarnos con el otro, de compartir el horror con el prójimo”, asegura.

Para Miklos: “Somos tan proclives al chiste inmediato (lo mismo que a pergeñar el apodo perfecto), que no hemos dado el siguiente paso: estamos incapacitados para el humor negro más sarcástico e irónico, como puede leerse en muchas columnas de opinionistas que olvidan que sus lectores no están preparados para dicho tono (así pasó con una columna de Guadalupe Loaeza en la que "celebraba" a Televisa --el tiro le salió por la culata: mejor hubiera redactado un chistorete--; o bien, recientemente, en la columna de Jesús Silva Herzog Márquez, en la que se burlaba del PAN a través de los añejos usos y costumbres del PRI, cuyo regreso ya resentimos). En una palabra (o cuatro): la realidad nos rebasa. Y preferimos no encararla. Ergo: el chiste”.

“Se puede encarar la realidad sin ser solemne, pero hace falta una cultura menos acostumbrada al corto plazo”, afirma David.

“Hacer chistes sobre lo patética que es nuestra desgracia es despeñarnos (una vez más) en nuestro propio patetismo”, concluye Elía Martínez-Rodarte.

No hay comentarios.: