domingo, 1 de mayo de 2011

DE CÓMO HACERSE MELÓMANO


Parece una tarde de otro tiempo. Y es una tarde de otro tiempo. Un pasado tan lejano, tan remoto, que resurge con la fuerza de un presente incontenible desde las celdas de la memoria donde estaba prisionero. De cómo me hice melómana: hincada en el piso, arrodillada, frente a un tocadiscos portátil; brillaba el parqué, las cortinas bajas le daban al ambiente una atmósfera mística, creo que el aire olía a pachulí y que las melenas de los cuatro o cinco que estábamos allí, rebasaban el límite de nuestras cinturas. Había un muchacho más grande que yo. Venía de Londres. No puedo recordar su nombre y, sin embargo, todo lo demás puede ser perfectamente evocado, con precisión suiza, con la enumeración de detalles casi maníaca.

La circunstancia ameritaba una ceremonia casi religiosa: el amigo había comprado en Londres el disco Red, de King Crimson y era eso lo que comenzaba a sonar en la bandeja. Como el dueño de un botín incalculable, el muchacho había cobrado una altura de monje, un cariz de mago fascinante y encantador. Todos allí parecíamos estar compartiendo un secreto vedado a los comunes mortales.

Cuando comenzó a sonar la música, mi vida cambió para siempre. Tendría 11 o 12 años y había heredado la sensibilidad de mi padre, a quien veía su rostro transformarse cuando escuchaba, por ejemplo, el Bolero, de Ravel. Mi padre era un hombre sin estudios, no había cultivado, como quien dice, el intelecto, pero no podía vivir sin escuchar música.

Desde entonces, cada vez que escucho los acordes de “Fallen angel” o de “Starless” (sobre todo de “Starless”) me doy cuenta exacta de por qué hace más de 40 años que me dedico a eso tan inútil (“Todo lo demás es todavía más inútil que la vida”, dijo Paul Eluard) que es oír, escuchar, absorber los sonidos que otros unen para que, como dice Roger Waters, el célebre y venerado líder de Pink Floyd, “cambie tu torrente sanguíneo”.

Desde aquella experiencia de logia, cuando todavía era una niña, hasta la fecha, he estado tratando de repetir esa emoción primaria, primitiva, primordial. Y creo que eso es lo que nos pasa a todos los que nos dedicamos a escuchar música: tratamos de recrear la emoción primera, aquella en que cambiamos de una vez y para siempre.

El disco en cuestión era un vinilo. Lo había traído un amigo para compartirlo con sus cercanos (y de paso darse corte, claro). Eran los principios de los 70, cuando el maestrazo Robert Fripp negociaba con los sellos discográficos de un modo feroz. Cuando crecí y me dediqué a leer cuanta entrevista o ensayo sobre músico diera cualquiera de mis ídolos, pude entender el peso muchas veces funesto de los sellos discográficos, siempre tan lejanos a la experiencia musical individual, personal, íntima, que tiene cada oyente con su grupo o género elegido.

Fue Robert Fripp, precisamente, el que contó aquello de que muchas veces eran los propios magnates de las disqueras los que colocaban una bolsa de cocaína en la mesa de negociaciones con los músicos. “La droga era el control, no drogarse era revolucionario”, dijo más o menos el inglés que fundaría muchos años más tarde su propio sello discográfico, al que le puso, como es de rigor, el nombre Discipline.

No sé si fue Fripp o fue Waters el que nos abrió los ojos con esa verdad irrefutable: “No se puede esperar que las disqueras multinacionales destinen un fondo para los músicos”. Desde que el negocio es negocio, de los Beatles hasta la fecha, por cada artista que llega al top ten, hay miles y miles de grupos, solistas, cantautores, que quedan en el camino, muriéndose de hambre, dedicándose a otra cosa para sobrevivir. Y en todo caso, son pocas las veces en las que los dueños del negocio musical pueden desarrollar u originar aquella emoción primordial.

La música que nos llega al alma generalmente viene por vías mucho menos ortodoxas que un hit parade. Y sin embargo, las disqueras siempre tuvieron la sartén por el mango y nunca dejaron de estar atentos al auge de la piratería, que nos es nuevo. Ya en mi adolescencia, cuando el cassette inundó el mercado, nos dedicábamos a traficar música de manera ostensible e imparable. Sólo que entonces, el gigante amenazaba con llevarte preso si “copiabas música de manera ilegal”, pero nunca cumplía sus fatídicos designios. Al negocio no le afectaba como ahora que la música corriera por canales que sus tentáculos no pudieran controlar.

Es una mañana de un día cualquiera de estos días. El presente tecnológico se abre paso con una seguridad en sí mismo contagiosa. Hoy sale el nuevo disco de Radiohead, acaso la banda más original de las últimas décadas. El corazón late con fuerza. La banda inglesa liderada por Thom Yorke ha decidido vender su exquisito The king of limbs directamente desde su página web. Por apenas 10 dólares, estamos a un click del éxtasis. El monstruo se espanta, el gigante tiembla. En otra circunstancia, el disco hubiera llegado a México “importado”, por aproximadamente 300 pesos en las primeras semanas de venta. Y entre esa diferencia de precio, lo único que importa es recrear, recuperar, aquella emoción primitiva: escuchar una música que nutrirá especialmente mi visión del mundo, oír algo que quiero y no que me están vendiendo.

Escucho por Internet un programa de radio que conduce un amigo querido en Argentina. De pronto, suena la voz de la cantante Liliana Herrero. Se trata de una canción escrita por el uruguayo Fernando Cabrera, “La casa de al lado”. Jamás la había oído. La versión es impresionante, me conmueve hasta los huesos. ¿Estará esa canción en algunos de los discos que tengo de Fernando? Compro la versión de Liliana en iTunes. Un amigo en Buenos Aires que está en el Facebook dice que la versión original es de la película uruguaya El dirigible y que el cantante Juan Carlos Baglietto ya la había grabado en un disco titulado Sabe quién. ¡Tengo ese disco! Lo compré en la Planta de luz cuando vinieron Baglietto y Lito Vitale a dar un concierto en México. Es buena también la versión de Juan. Buceo en youtube y encuentro “La casa de al lado” cantada por Fernando Cabrera, pero además me entero que el fallecido cantautor uruguayo Pablo Estramín hizo su propia versión. Hoy, como ayer, las disqueras no venden ni a Baglietto, ni a Estramín, ni a Liliana Herrero ni a Fernando Cabrera. Hoy, como ayer, la música es aquello que pasa mientras los sellos discográficos nos quieren hacer creer que lo que ellos venden es la música.

Si nada ha cambiado, ¿por qué tiembla entonces el gigante? Porque hoy, al contrario de ayer, son muchas más las herramientas que cualquier melómano tiene para encontrarse con aquella canción que sonaba en una tarde de barrio, en una habitación en penumbras, cuando casi era un niño y algo sonó desde un aparato y transformó su oído para siempre. Será hora que el gigante comience a vender hamburguesas, me digo.

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