jueves, 5 de abril de 2012

Diana Bracho, sin motivo de quejas


El sol revienta como plomo en la mañana de Coyoacán. Hay algo de una primavera anticipada que brilla en el aire donde también brilla Diana Bracho, la casi legendaria actriz mexicana, una de las más serias representantes de su oficio, eso que suelen llamar “Primera Dama” del teatro y del cine nacionales.
A los 60 largos (nació el 12 de diciembre de 1944), es una de las figuras más sólidas de la escena nacional y todos los sacrificios que ha hecho en honor de un oficio al que le ha entregado su vida encuentran en su padre, el cineasta y actor Julio Bracho, el gran culpable.
Al menos, así lo hizo saber Diana, visiblemente emocionada, cuando el año pasado tuvo en sus manos el Mayahuel de Plata, distinción otorgada por el Festival Internacional de Cine en Guadalajara.
“Gracias, papi, por darme el cine en tus genes”, apuntó la actriz de casi 40 filmes, innumerables obras de teatro y trabajos relevantes en la pantalla chica, donde engalanó culebrones de gran éxito y series contemporáneas como Mujeres asesinas y Locas de amor.
No hay motivo de quejas para Bracho, quien en el libro escrito por el crítico y ex director de la Cineteca Nacional, Leonardo García Tsao, y editado por la Universidad de Guadalajara, cuenta las peripecias que pasó cuando filmaba El Santo oficio en 1973, a las órdenes del gran Arturo Ripstein.
La actriz, que fue diagnosticada con un tumor tres días antes de comenzar a rodar, dice que “el director se quería suicidar después de la noticia, así que como pude me presenté a trabajar y ese día programaron la escena de la violación, y al día siguiente me arrastraron por un pasillo, y al siguiente me metieron a una tina de agua helada”.
“A la distancia, todo esto parece cómico, pero fue trágico… y jamás me quejé. Jamás me pareció injusto. Realmente no me lo explico porque no es masoquismo ni dejadez, es pasión por lo que haces, y eso es una característica de los actores de mi generación”.
La pasión, esa herramienta inasible para quien carece de ella y formidable para los que se dejan arrastrar por su vértigo, es lo que pone en funcionamiento el motor de esta mujer cuyo rostro mantiene una frescura sorprendente, libre además como están sus facciones de cualquier bisturí inoportuno.
“No estoy en ninguna liga anti-operaciones estéticas, respeto la libertad de cada quien para hacer lo que se le antoje con su rostro, pero no es para mí”, dice con el tono firme y pausado que la caracteriza, un modo noble y directo de enfrentar las preguntas de la entrevistadora.
El mismo tono irrefutable que usa para negarse al primer y previsible interrogante de una cronista poco imaginativa. “No, no me preguntes sobre los espejos”, dice pidiendo que pare la grabadora.
“Todo el mundo me ha preguntado ya por ese tema”, señala con cierto hastío, por lo que pasamos inmediatamente a la charla que, como es de prever, versará sobre muchos temas, menos sobre los espejos.
Aunque sí hablaremos de Espejos, la obra de la joven dramaturga estadounidense Annie Baker en la que una maestra de actuación, cuatro singulares alumnos y un salón de clases son protagonistas de cinco historias donde los secretos, deseos, frustraciones, temores y esperanzas de cada uno, se manifiestan para mostrar la cara oculta de cada quien.
Diana Bracho, Ludwika Paleta y Nailea Norvind, Hernán Mendoza y Juan Carlos Barreto conforman el elenco de la obra producida para OcesaTeatro por Morris Gilbert y dirigida (con los lineamientos del argentino Javier Daulte) por el mendocino Diego del Río
-       Hablemos entonces de la obra…
-       Por supuesto. Se trata de Espejos, una obra de una de las autoras más importantes de la escena actual estadounidense. No es abiertamente una comedia, aunque tiene mucho humor, no es estrictamente un melodrama, tampoco una tragedia…
-       ¿Cómo llegó la propuesta?
-       Me habló el productor Morris Gilbert, con quien 10 años atrás hice Master Class, sobre María Callas. Él había visto Espejos en Argentina. Le fascinó tanto como para traerla y pensó en mí. La leí y me encantó. Luego se juntó un reparto excelente, no sólo en lo profesional, sino también en lo personal. Hemos formado un grupo de trabajo lindísimo.
-       ¿Cree que se puede aprender y enseñar a actuar?
-       Desde luego. Creo en la educación, aunque no creo que un curso de actuación haga un buen actor ni sea la panacea para cualquiera que quiera dedicarse a este oficio. Hay muchos actores naturales que no tomaron nunca un curso y son excelentes. Lo que es cierto es que el talento unido a la formación académica es muy buena combinación, porque el talento, cuando no se alimenta, se desgasta.
-       ¿Quiénes han sido sus maestros?
-       El único maestro formal de actuación que he tenido fue José Luis Ibáñez. Luego tuve una maestra magnífica de Técnica Alexander en Inglaterra. No era propiamente una profesora de actuación, pero siempre digo que mi oficio es antes y después de esa formación.
-       A lo largo de ese aprendizaje, ¿qué cosas la preocuparon más: el cuerpo, la voz, la memoria?
-       Todo. Para un actor, todo nuestro ser íntegro es el instrumento de trabajo. Importantísimos, por supuesto, el manejo corporal, el aparato vocal, un elemento que creo que en este país falla mucho; de pronto tienes a actores muy gritones en escena,  voces muy agudas o voces que no dibujan el personaje…
-       ¿Y qué le pasa cuando escucha que con tanta facilidad muchas personas se dicen a sí mismas actrices o actores?
-       Sí, pasa. No con los arquitectos, claro. No puedes decir: - soy arquitecto, porque al menos tienes que saber levantar un muro. Para responder esa pregunta te voy a contar una anécdota. Tengo una prima en Nueva York cuyo hijo es de esos chavos guapetones un tanto desubicados. Ya lo han echado de cuatro universidades…me dice mi prima un día: - Ya sé lo que va a ser mi hijo, ¡actor!. (risas)
-       El refugio de los buenos para nada…
-       (risas) Sí, el muchacho no pegaba una, así que su madre consideró que podía ser actor.
-       Su famoso sobrino, Julio Bracho, fue también uno de esos casos en los que la actuación sobrevino como una profesión de salvataje.
-       Sí, la diferencia que hago es que él realmente es un dotado para el oficio. No se trata de un bueno para nada. Fíjate que ahí me siento bastante responsable de su carrera. Algo tenía que hacer en la vida y andaba vagando por aquí y por allá, dando lata, con mucho éxito con las mujeres…hasta que le pedí que fuera a un curso de actuación, no tanto para que se convirtiera en actor, sino para que conociera a personas interesantes, para que se encontrara a sí mismo en un entorno creativo. Así que le pedí al maestro Héctor Azar, quien quería mucho a mi padre y me quería mucho a mí, que por favor tomara a mi sobrino en sus clases. Desde la primera vez, Julio supo que lo que más quería en la vida era ser actor.
Una señora muy propia
Uno suele ser víctima de su fama y nunca estar a la altura de su reputación. Frente a Diana Bracho, la tentación es grande: ¿perderá esta mujer alguna vez la calma?, ¿andará por su casa en chanclas, tubos, sin ostentar esa imagen de señora muy propia con la que es vista y descripta por los medios?. La actriz se defiende con cierta brusquedad: “No me analizo, no sé”, anticipa. Aunque luego, más relajada, reconoce que si bien nunca le ha tirado un plato por la cabeza a alguien, tan propia propia, no es.
-       No creo que sea yo una persona cuadrada ni convencional. Una señora propia sería alguien aburrido, con límites muy cercanos y muy chiquitos. No soy para nada así. He vivido muchas cosas, he estado en muchos sitios del mundo, tengo muchas inquietudes…lo que pasa es que soy también una persona reservada, sobre todo porque estoy en un medio de mucha exposición. No tengo ni Facebook ni Twitter. No resisto la idea de estar diciendo: “Hoy me puse los calzones rosa”. No creo que eso sea interesante para nadie. Este exceso de información sobre las personas me resulta un poquito repelente. No he roto un plato, porque no le hago daño a nadie, mis amigos se divierten conmigo, no soy una persona envidiosa y podría definirme como un ser socialmente responsable.
-       Que ha demostrado, además, que el prestigio profesional no requiere andar ventilando los asuntos personales…
-       Efectivamente, cuido mucho mi vida personal. Me cuido. No creo que para ser actor haya que ser un tipo torturado, andar en la droga, así como tampoco creo que para llegar cansado a una escena tengas que correr cuatro vueltas a la manzana como hizo Dustin Hoffman antes de que el gran Laurence Olivier le sugiriera con sencillez: - Simplemente actúa.
-       En ese sentido, ¿se siente más cercana a la escuela inglesa de actuación que a la del método norteamericano?
-       Mucho más. Lo importante del trabajo creativo es encontrar tu propio camino y encontrar lo que te funciona para llegar a una meta. Se vale todo. En lo personal, no soy actriz del método, me funciona más la escuela inglesa de actuación, más rigurosa en cierto sentido y menos dependiente del momento emocional del actor. Conocí a un actor al que le tenían que contar un chiste para que se riera. ¿Dónde está entonces la imaginación?
-       ¿Y a quién admira?
-       Bueno, Helen Mirren es una diosa. No me quiero comparar con ella ni quiero imitarla, pero funciona casi como un espejo para mí. Es de mi generación, no se ha hecho cirugías, pasa de la televisión al teatro y del teatro al cine con mucha facilidad. Encima, a los sesenta y pico la eligen una de las mujeres más sexy del mundo.
-       Bueno, usted no baila mal las rancheras en ese aspecto…
-       (risas) Ayer fui al médico, porque tuve un accidente feo en el escenario. Choqué con un actor que mide 1,80 metros y pesa 130 kilos. Fue una bicicleta contra un trailer. Total que fui a la consulta por prevención y me dice el doctor: - Está usted muy bien hecha. Ese es el tipo de espejo que me gusta.

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